Por La Pinche Lluviedad
Me he extrañado.
Digo “me he extrañado” porque me he echado de menos pero también de repente, aunque
sigo siendo yo, he sido una yo extraña.
Y pues me vengo reencontrando, me vengo reclamando toda.
Primero los dedos suavecitos. Les han llamado pequeños, anchos, gordos, y, aunque quizá tarde,
yo los reivindico. Tienen las dimensiones perfectas para lo que los necesito: se pasean por el brazo
de la guitarra, emocionados; por el teclado de la compu, frenéticos; se plantan en el piso, seguros
cada vez más, si es hora de jugar a pararse de manos; se zombifican sembrando plantas en el
celular para matar otros zombis digitales de otro tipo; se aferran a la aguja y el hilo,
atentos pero relajados, para hacer pulseras superprofesionales; se enganchan a una pluma,
inspirados, y anudan letras a veces indescifrables; sujetan, firmes, el balón; trasladan, enamorados, comida hacia mi boca, y aceptan, entre resignados y divertidos, que los chupe
cuando quedan en ellos vestigios de una comida particularmente deliciosa. Manejan, dibujan,
colorean, cocinan, me limpian, me ensucian, saludan, abren, cierran, avisan, acompañan, (casi)
todo.
Hechos a la medida, los agradezco, y ahora que estoy sola, o mejor dicho, estoy conmigo, los
aprovecho. Me acompañan primero al cabello. Ese sobre el que una que otra vez gente ajena se
las ha dado de autoridad,
por qué no te lo sueltas,
por qué no te lo pintas,
por qué no lo que sea, o
de plano en la calle se las han ingeniado para, con una aspiración ruidosa y soez, dejar claro que
mi cuerpo, incluyendo mi cabello y mis olores, está a disposición del disfrute de cualquier
miserable perturbado que me encuentre por ahí.
Eso en su putrefacto mundo, porque en realidad es mío (el cabello, claro, no el miserable
perturbado). Yo lo rescato recorriendo sus ondas con esos dedos ya
míos míos, reconociendo
cómo se agrupa en hebras desordenadas; son míos sus espirales ocasionales y son míos los más
delgaditos que van marcando donde empieza la frente, las sienes, la nuca, y en esos campos
suavecitos paseo más rato los dedos, que saltan a las cejas que vuelven también a ser mías, mi
primer gran receptor de cariño limpio y que también se van desvaneciendo, pero sin llegar a
desaparecer, hacia el centro, al punto donde se define si una tiene uniceja o no, y sí tengo, claro
que tengo, y muy mía también.
Recupero la nariz que ha sido llamada
de bruja y sí es de bruja, pero no por su forma sino porque
es mía; los labios gorditos los libero, entre repaso y repaso con los dedos, de los juicios de quienes
han usado su gorditez para criticarlos. Y ya libres, su suavidad, su blandura al centro y firmeza en los bordos despiertan a mi lengua que de una vez recobro. Sale instintiva, a acariciar una comisura de los
labios; la otra, mi boca es mía toda de nuevo, los dientes despiertan con la lengua, que despierta
también a veces risas, enojos, deseos, pero ahora la cosa es conmigo, y sigue solazándose en los
labios mientras los dedos continúan reconquistando el cuerpo entero, ayudados de los ojos.
Los ojos reconocen como propia la piel que también va despertando, como alertada por reflejo:
“Allá arriba el cuerpo está siendo poseído por su legítima dueña, seguro viene hacia acá”, y
mientras la lengua y dientes se entretienen en los labios, los ojos ven crisparse a la piel, poquito en
partes, en otras más notoriamente, y los dedos continúan con su camino, despacito, y esa palabra
también urge recuperarla pero ahora la cosa es con mi cuerpo.
Los dedos se trasladan de las orejas aduraznadas al cuello, y lo reivindican. Alientan a estirarse a
ese cuello que ha sido constreñido y violentado de puro aborrecimiento, o de aborrecimiento puro, por alguien
desesperado por sentirse superior a alguien, de demostrar autoridad. Cuello fuerte, mis dedos recorren sus
tendones, sienten sus músculos, sus venas, sus huesos y sus huecos, y lo tranquilizan, con amor y
con deseo, porque es un buen cuello, lo circundan, lo conectan con el puente empedrado que
lleva de la nuca a la espalda y le reafirman que la única autoridad en él soy yo.
Cuando los dedos alcanzan las clavículas, los hombros suaves y fuertes, mis pechos no parecen
estar dispuestos a esperar a que los reclamen, y reclaman ellos los dedos de la otra mano.
Demandan ese tacto que les va a exorcizar innumerables llamados humillantes callejeros y en espacios de dizque confianza, y cada toque grosero de cabrones y cabronas ajenos que han decidido
que se pueden servir de ellos cuando se les antoje, por lascivia o por puro poder, o de plano
porque mear a alguien entre humanos no funciona porque no identificamos olores de orines.
Se reencuentran los dedos y los senos, y mientras las flores morenas que al inicio de la
reconquista empezaban a cerrarse terminan de contraerse, los dedos de la otra mano reclaman
su sitio natural en los huequitos entre las costillas, y cuando los dedos de la otra mano saltan a la
muñeca de la otra mano, se estira inconcebiblemente el límite entre la voz y el aliento.
La otra
mano ya está en el otro brazo cuya mano está en el otro brazo y los reconocen, y les reconocen su
fortaleza, su resistencia, haber absorbido golpes, haber protegido al resto del cuerpo, saber
resistirse al abismo tramposo de violentar a alguien más.
Y desde los brazos atiendo de nuevo el llamado de los senos, que ahora vuelven a reclamar
contacto, pero les recuerdan a las manos que más abajo está también la barriguita, esa de la que
también demasiada gente tiene algo que opinar o que juzgar pero es mía, con sus pelitos y ese
ombligo tan profundo que bien podría ser, de hecho, el ombligo del universo… o si no, de perdida
un agujero negro. Fsshhh.
Es suave la barriguita. Los ojos indican que tiene sombras ricas de ver, las manos comprueban que
tiene concavidades ricas de tocar, y la nombro mía con las manos que ya hace rato que no son solo
dedos, son palma y son garra y son puño y son fuerza, son deseo y presión y calor y suavidad
móvil. La nombro mía con mis ojos y con la voz que a estas alturas ya rompió el límite del suspiro,
aunque no ha dejado de acompañarse por la exhalación y la respiración sonoras.
La nombro mi panza con todo mi ser, y con el nombre me la apropio y la amo, pero por ahora mis
manos la rebasan: una reconoce el terreno de los iliacos mientras la otra explora ese canal terso
que divide la espalda en lados pero no en propiedad: las dos mitades y la división son mías, y qué
está haciendo la otra mano otra vez en el pecho, ya se dieron cuenta mano y pecho y cuerpo y
sexo que ahí (
ahí) el truco se origina más dulce, más doliente, más ansioso y más cálido, y mientras
reanudo la tarea de reocupación con las manos adueñándose de las piernas, noto que al cuerpo
hace rato que no le basta con esperar pasivamente a que las manos vengan a reivindicarlo, y se
revuelve, se restriega, se aprieta, acaricia, da cosquillas, besa, roza, acerca y aleja de cada
miembro posible con cada parte movible y sensible.
Y caigo en cuenta, no por perspicaz sino porque es cada vez más evidente, que mientras me
distraía en ser piel y reclamar el cuerpo todo con el cuerpo todo, mi corazón ha ido conquistando
también todo mi territorio: palpita en mi garganta, en las sienes lo siento, en el pecho, en el sexo que
estará expandiendo sus dominios, o si no por qué cuando mi mano acaricia la parte interna de mi muslo
lo siento ahí,
ahí, en ese palpitar que se va apoderando de todos los demás y cuando, de repente
ya atrajo mi mano,
su mano, le dicta el ritmo con el que lo debe acariciar, con el que lo debe
ocupar.
Humedad, latidos, mordidas, caricias, suspiros, aceleración, gemidos, pecho, muslos, dedos,
tríceps, cuello, labios, labios.
Soberanía y esa cosquilla extenuante que se disuelve en una sonrisa
que solo yo me sé y que se queda como bandera, marcando el territorio que me pertenece, hasta
la próxima misión de esas con las que me vengo reencontrando.