miércoles, 27 de junio de 2018

Medicina forense ficción

Un técnico forense que lleva más de 15 años en su trabajo, abriendo gente, extrayendo sus órganos y cerrándolas de nuevo, remendándolas como vieja costurera, está tan acostumbrado a su trabajo que ha quedado incapacitado para cualquier otra profesión. Tantos muertos en su haber: toneladas de hombres, mujeres, niños, viejos, gordos, flacos, completos, mutilados, deformes, frescos, podridos…tantos que ya no puede dejar de hacerlo, sus manos son expertas en sentir el frío de los muertos, en extraer órganos escondidos en los fondos del cuerpo.

De un tiempo a la fecha siempre llega a su casa por la noche, camina en ella sin encender un solo foco hasta su habitación donde duerme su esposa a quien no ha visto en todo el día, a quien extraña y sin embargo de un tiempo a la fecha se ha vuelto más y más difícil verla dormir, cada vez puede ver menos como su pecho sube y baja suavemente, como las venas del cuello laten perezosamente; en cambio es capaz de imaginarse como dudaría un segundo en iniciar una incisión desde la base del cuello hasta el monte de venus, a partir de ahí, se imagina, sería más fácil completar el trabajo: separar tejidos, capas de piel, grasa, músculo, hasta llegar a los órganos y extraerlos, se imagina sosteniéndolos, viéndolos, extrañando la vida que llevaban con él; luego piensa que podría titubear más antes de incidir el cuero cabelludo, despegar el rostro como mascara, cortar el hueso y extraer el cerebro para medirlo, pesarlo, sentirlo con el tacto en vez de como lo hacía antes: con el oído y su mente: lo que hacía a su esposa su esposa estaría en sus manos y aun lo amaría. Después de eso, lo sabe, todo sería sencillo, tomar hilo y aguja para cerrarlo todo, tratando de acomodar todo en su lugar, aunque sabiendo que lo que quedaría sería un muñeco vacío incomparable con la que era su compañera.
Al principio, cuando comenzó a darse cuenta de los pensamientos que albergaba, no podía tocar a su esposa dormida por miedo de sentir el frío que tan bien conocía, ahora ya sabe que conforme se acerque a ella podrá escuchar su respiración, podrá ver el subir y bajar de sus senos y sabe que al besarla sentirá su calor, un alivio terriblemente conmovedor que cada vez más frecuentemente lo hace llorar y llorará, y llora.


jueves, 21 de junio de 2018


No eres tú, ni soy yo, es el "nosotros"

Nono eres tú ni el ser falso que se esconde detrás de todas esas mentiras que repetiste tanto hasta que te las creíste.
Nono eres tú ni tus ideas de recorrer una vida a mi lado mientras sentado en un sillón recitas un poema de alguien que sentía vibrar el alma. 
Nono eres tú ni son los sueños rotos que acumulaste en alguna almohada a la cual le mencionas todas las noches un nombre que no es el mío.
Ni siquiera es por el exceso de valentía que has tenido al querer quererme, mucho menos al tener que mirarme a los ojos para asegurarme eso. 
Tampoco son tus manos frías al caer de la noche o la indiferencia manifestada ante mi existencia después de la extinción de la distancia entre nosotros.
Noni son los reproches que le grita tu mente perfecta a mi mente perversa cuando tiene sed de amar, de sentir, de vivir, de llorar, de gozar.
Nono eres tú ni la negación de mis defectos por parte de tu miedo a la soledad.
No eres tú, soy yo, soy yo la que se ha mentido tanto que ahora todo se ha vuelto falso, soy yo la que quiere caminar, brincar, correr, volar entre los sueños donde ya no quiero que estés tú. 
Soy yo la que se rinde ante la lucha inútil que no quisiste hacer por un amor como el mío.
Si soy yo quien ahora desprecia las migajas detrás de la soledad ajena, soy la que se va tanto por cobarde como por valiente, la que pretende vivir sin miedo, sin lástima, con sueños, mil sueños, míos y de nadie más.
Soy yo la que pretende brillar lejos de la sombra de un pasado que se arrastra entre el hubiera y no hubiera de un cobarde enamorado de los recuerdos de un gran amor, ese que solo se tiene una vez en la vida y que es cierto, no soy yo.
Soy yo la que se marcha sin ser el amor de la vida de alguien, la que se va para no serlo ni de ti, ni de mi ni de nadie.



miércoles, 13 de junio de 2018

La Ciudad de la Furia


@josoclasputnik

Vivo en la Ciudad de la Furia. Una ciudad muy similar a la que cantaba Cerati en el 89’; una donde formas parte de todo o de nada. Por donde camines apesta a orines e inseguridad. 

  Sales de casa con las lagañas todavía pegadas en los lagrimales. El baño no fue suficiente y mucho menos te despertó. Vives lejos, mucho. Las rentas están recaras en la Ciudad de la Furia y, como muchos de tus pares, ganas lo mínimo para vivir, incluso vives aún con tus padres a la edad donde en teoría ya no deberías. Pero todo es caro y lo barato -como dice el dicho- sale caro. Vas a tomar el camión que más que eso parece transporte para ganado, de esos que van para el rastro. A veces así se siente ir al trabajo, como ir al rastro a matarte más de ocho horas. A veces, si tienes suerte, entras tarde y tu trabajo no es (tan) malo.  

  Caminas por la banqueta donde hay luz, no vaya ser la de malas. Ves a los primeros desertores de la cama; aquellos que van a pasear al perrito temprano, los que corren pero no para el trabajo, los niñitos que van a la escuela porque les cierran las puertas y luego la mamá aplica el “si te estoy diciendo que te levantes temprano es por algo…”. El árbol de la entrada recibe los primeros rayos y se menea con el airecito matutino, ése que poco a poco te despierta. El portero ni se digna a verte, seguramente está más jodido de cansancio que tú. 

  Y cuando finalmente llegas a la parada, ves a otros treinta esperando el mismo autobús. Eran cinco pero, como tardó, se fueron acumulando y están igual o peor que tú. Todos tienen sus pesos cargando en la espalda, no te creas demasiado. ¡Ahí viene! Ahí viene el “guajolotero” que te llevará a trompicones hasta el metro donde los treinta con los que apenas si lograste entrar se convertirán en miles; una cosa muy similar a los gremlins cuando tocan el agua y se multiplican. El transporte huele a los últimos sudores ajenos de la noche anterior; huele a sueño, cansancio y rutina semanal. Arañas el viernes para irte a la cama a pierna tendida o echarte las chelas con tus compañeros y amigos. Es lunes y re-inicias, cual maquinita. Si ya te tocó parado, ya te chingaste. El camino es largo y, peor tantito, para la hora hay un chingo de tránsito. Algún advenedizo del volante ya la regó y, pese a tus pronósticos, vas a llegar ooootra vez tarde al trabajo. 

  El movimiento del camión te mece. Pero no te mece en los brazos de Morfeo, te mece en los brazos de los que están a tu lado que te ven feo por tocarlos, ¡han de ser de cristal!

  Después de dos horas de claxonazos y mentadas de madre, llegas. Aire ¿puro?, no. Una mezcla de orines, grasa de comida, humo de escape chingado, y sueño acaricia tus sentidos. ¡Qué mar y rosas ni que la chingada, orines y diez tacos x veinte pesos! 

  ¿Traigo boleto? ¿la tarjeta?, piensas. Si se te olvidó ya te chingaste porque si ya vas tarde, los otros cincuenta delante de ti también van y, en efecto, tampoco traen boleto. Al que madruga dios no existe.

  Compras tu pase al sauna más grande la Ciudad de la Furia. Dentro encuentras caras menos amables que las del camión, ¡de tripas de corazón!… ¿tripas? Ándale unos tacos estarían chicles, pero no de tripas, porque luego las andas sacando porque ya te dio diarrea. Ni modo, luego encontrarás un espacio para tu café y tu pancito. Mares de gente, parece peregrinación. ¡Madres, ya es bien tarde! El metro parado. Las damitas preparan los codos, a los niños de cinco años y las uñas para agarrar asiento. Cuando por fin logren entran aquello será más parecido a un documental de National Geographic que a un anden de metro. No se te olvide que también puede ser el salón de belleza más grande de todos, lleno de mujeres haciendo caras chistosas,  transformando sus pestañas en patitas de araña, apareciendo mágicamente la ceja que se les quedó en la almohada o echándose más brillo labial que mueble rústico. 

  Te da risa, risa por no chillar porque ya te van a descontar, ¡vale madre! ¿quién chingados huele a garnacha con salisita de la que pica? ¡Tengo hambre!, grita tu panza que hace dueto con la señora que se subió a vender “cosas para el arreglo personal” o la señora que grita porque ya la tocaron por error y… ¡verga, sestánpeliando!. Bájenlas, nos están atrasando. 

  Atraviesas la ciudad. Lejos quedó la baba de la almohada que para esas horas ya se secó, lejos quedó el agua que era para el café y ni te enteraste cuántos muertos hubo antes de que tú siquiera quisieras darle fin a ese sueño donde hacías el trabajo que querías. 

Llegas, tarde, por supuesto. Ni pedo. Mañana te levantas más temprano, incluso barajas posibilidad de dormirte bajo un puente o parque para llegar a tiempo. Te ríes. Eres simpática y, bendito dios, tu ceja no es “quitapon”. ¡Tu panza ya es Chewbacca!, chigón porque te gusta Star Wars. 

  Pasan tantas cosas. Ya te vieron feo, quieres un café, la gente no se calla, ya explicaste mil veces algo. El reloj parece estar en tu contra. Te inventas una historia alterna, como las que inventas en tus cuentitos que nadie lee o a la gente que encuentras en la calle. Ya dio la hora de la comida o de la salida. Salen tantos a la par que ya ni hambre tienes. Caminas y caminas, quieres irte bien pinche lejos y dejar de oler a sudores ajenos, dejar de tener miedo de volver a casa tarde, de cuidar el teléfono que te costó comprarte. ¿Esto quiero de mi vida? A veces lloras poquito en el baño del trabajo. Caminas, escuchas música, te sientes feliz y te aferras al aislamiento que te dan los audífonos. Tus canciones cursis y tristes desfilan por tus oídos que ni te limpiaste por salir a prisa. 

  Te da en la madre no estar haciendo lo que quieres, pero te da más en la madre ver a niños y viejos pidiendo dinero. Pinche Ciudad de la Furia, no me siento tu hija, ni tu amiga. Eso sí, una parte de ti no quiere irse de ella. Quiere que las cosas cambien y que deje de apestar a malos gobiernos y gente culera que te ve feo. 

  Un día, un día… la Ciudad de la Furia tiene colores, está viva y por eso huele. Un día escaparás, un día.


sábado, 9 de junio de 2018

Domingo 10

Fueron sus ojos.

No, no fueron sus ojos, fue la manera en que ellos me miraban.

Si hubiera estado un ejército ahí frente a él, ese mismo día hubieran entregado sus armas.

Y no, esa tarde de diciembre con un calor inusual para la temporada yo jamás habría imaginado que ese rostro que tenía enfrente (el que sería capaz de hacer a un ejército entregar sus armas con su mirada) me iba a costar más de 300 noches de lágrimas.

Esa sonrisa, esos ojos y ese rostro fueron culpables de que por un tiempo yo sonriera como tonta al escuchar una de mis canciones favoritas, me regalaron una de las mejores Navidades de mi vida, pero también la peor.

Pero en el momento nunca pude imaginar de lo que eran capaces esos ojos. 3 sobredosis y una huida.

A veces siento que pudo haber estado en mis manos evitarlo, pero ¿quién se iba a imaginar el peligro que hay al aceptarle una salida con café y pastel tortuga a un amigo?

A veces siento también que pude haber cambiado mi destino y no conocerlo nunca, pero las personas perdidas siempre se terminan encontrando por casualidad.

A veces siento que hubiera estado mejor sin conocer el dolor de ver los ojos por los que moría, morir por alguien más.

Y yo bromeando le decía “han pasado ya 19 días, 207 noches y si Sabina está en lo correcto, en 293 noches te olvido”, y yo bromeando me decía “ya volverá”…

A veces lo busco detrás de la barra de cualquier bar, o cuando voy sola caminando por la ajetreada ciudad, a veces lo busco y lo encuentro pero sé que no volverá.

martes, 5 de junio de 2018

Lo inequívoco de la ciudad



Por @Annberbiz


Despiertas en una habitación llena de gente, no sabes dónde estás, pero sigues respirando. Piensas que el peligro se ha ido. A lo lejos escuchas: “¿Qué le pasó? ¿Pues dónde estaba?” “¡Hija, despierta! ¡No te duermas!”, Pero tus ojos sólo piensan en cerrarse. Reaccionas a medias por el calor que emite tu pierna, es como si tuvieses una compresa muy caliente alojada en el centro de ella y un pulso propio fuera generando dolor. De reojo, visualizas que es un hospital. A un lado hay un señor de mediana edad con cables en su pecho, esta intubado,  piensas que le duele al respirar. Quieres decir algo, no puedes.
Escuchas la voz de un hombre que dice: “Seguramente andaba en el carnaval, echando desmadre, quién como ella, ¿No? ¡Hasta drogada debe estar, mírala ni reacciona! ni viene tan mal”. ¿Carnaval? Sí. Recuerdas que anoche hubo fiesta en el pueblo. Y sólo logras decir: “No, yo iba para mi trabajo, yo no estaba ahí”. La misma voz del hombre les dice a los demás que ya no digan nada, porque ya estás reaccionando. Vuelves a dormir un rato. Al despertar empiezas a recordar el carro destartalado, los golpes en el piso y los jaloneos, pero sobre todo, al tipo.  Sientes dolor en los brazos, las soluciones que te pusieron arden continuamente al pasar por tus venas. Sobre la sábana, empiezas a tocar tu pierna, buscando ese calor que te desesperaba, pero te encuentras con la piel vendada y raspones en las piernas. Te descubres más arriba y encuentras hematomas en tu pecho, el movimiento hace que un nuevo dolor aparezca en la espalda. Entra una enfermera, te pregunta: ¿cómo estás? “Bien”, contestas a secas. Comenta que necesitan tus datos, ya que ingresaste como desconocida a Urgencias al área de choque-trauma. “Pamela Jiménez, 29 años”, contestas. “Muy bien Pamela, en un ratito vendrá la Trabajadora Social para localizar a tus familiares. Te trajeron unos señores que te encontraron tirada en la calle.  Estás en el Hospital General. ¿Se puede saber qué estabas haciendo? ¿O sabes por qué estás aquí?” Pregunta amablemente. Accedes a contarle lo sucedido, mientras revisa el goteo del suero que tienes en el brazo. Con amabilidad te presta su teléfono celular para que llames a tu familia, ellos ya vienen en camino. Checas la hora, notas que ya son casi las 2:00 pm, sin duda pasó un buen rato desde que saliste de casa.
Recuerdas al señor que estaba a lado tuyo, la cama se encuentra vacía. ¿Murió? Posiblemente, pues se veía en mal estado. La Trabajadora Social toma los datos que necesita y también se comunica a casa, pero ellos ya estaban afuera, esperando informes. Llega el médico a revisar las heridas, sobre todo la de la pierna. En la revisión comenta que una bala está incrustada  en el hueso del fémur,  que no te pasaran a quirófano, porque no hay suficiente material para poder realizar la extracción. Así que a tus familiares les pedirán el material necesario. Recuerdas su voz, es la que cuestionó que andabas echando desmadre. ¿Por qué supondría eso?
No dices nada, te quedas callada, pensando que hubiese sido mejor no ir al trabajo y seguir durmiendo en tu cama, sin el ajetreo por el que estás pasando. Hay un prejuicio en su mirada, no lo puedes creer, piensas: “¿en verdad soy culpable por abordar un taxi? No, no lo soy”. El médico se limita a seguir con la charla. Le índica al estudiante de medicina que solamente te tomen unas muestras de sangre porque las placas ya están. El estudiante, desde que te dice que te tomará las muestras lo hace con torpeza. Te limitas a sonreír y no decir nada, cooperas, sino será más doloroso para ti. Hasta las 5:00 pm, pasan a tus familiares a la visita, mamá entra llorando, preguntando cómo estás. Te da alegría verla y abrazarla, sin duda ella es un hogar cálido en medio de la fría habitación abierta. Mamá dice que gracias a Dios estás viva, comenta que papá fue a conseguir dinero y los materiales para la cirugía. Te llevan la comida y ella te trata como una niña dándote de comer en la boca, te hace sentir inútil. Después, a ella la sacan, llega otra persona en mal estado y ocuparán la cama de aquel hombre intubado. Es una mujer, una anciana como de unos 70 años, la meten en una camilla y en cuanto la ponen en la cama, cierran la cortina para que no vea el movimiento que hacen.
 El médico que te vio, entra con calma preguntando: “¿Qué tenemos aquí? Oh, es una diabetes descontrolada. Estas personas no se cuidan, siempre es lo mismo. A ver, tú, doctorcito Salas, ¿Qué hay que hacer? ¡Ándale! que no tengo tu tiempo, iré con Guerrero a comer y a misa.”
¿A misa? Piensas que es un patán, una persona así debería ser más amable, más humilde. Tratas de no escuchar más, pues en verdad la señora se encuentra mal. El movimiento es continuo en la habitación, los ves entrar y salir con soluciones y con aparatos  que desconoces su uso. Él medico ya se fue, ya casi son las 6:00 pm o al menos eso piensas. Se quedó sólo el estudiante, con unas enfermeras que lo traen en joda. Cuando lo ves menos ocupado, le preguntas qué pasará contigo, pues el dolor es soportable, pero una bala ahí no sabes cómo te afectará después. Él te dice que el médico de base ya se fue, que esperarás hasta el cambio de turno para que te revisen otra vez la pierna. No dices nada, esperas con paciencia. Entra la enfermera a cambiar la solución, te dice que tu familia ya consiguió el material que necesitaban, sin duda tu ánimo cambia, pues entrarás a quirófano para que te quiten la bala. Ella rompe esa ilusión, pues dice que el cirujano no se encuentra en las mejores condiciones para la operación. “¿Condiciones?” Le preguntas. “Sí, ya sabes”, y con su mano hace señas de que está bebiendo. Te da coraje, pues no sabes qué pasará con la pierna y la bala incrustada en el hueso. A la familia sólo le informan que hay que esperar el cambio de turno. Ellos esperan y tú haces lo mismo.
Transcurre el tiempo en la habitación abierta, y las máquinas de la señora de a lado empiezan a sonar muy feo, las enfermeras entran corriendo, gritándole al estudiante que su paciente entró en paro. ¿En paro? No sabes qué es, pero suena a que se puso mal. Otra vez hay mucha gente, no sabes qué hora es. Te estresa el ambiente, los sonidos del pasillo, las voces que se pierden en el lugar. Le indican al estudiante qué tiene que darle el RCP, te tapas con la sábana,  escuchas que le dicen al estudiante que ya llevaba dos en ese día, que le tocaba hacer otra vez el acta de defunción. Él, con humor, comenta que ya está acostumbrado, que siempre se le van.
“¿A qué hora es el cambio de turno?” Te preguntas debajo de la sábana y te quedas dormida otra vez. Pamela, Pamela… escuchas entre sueños. “Sí, yo soy Pamela”, contestas adormilada. Hola hija, soy el Dr. Sánchez el cirujano, “¿Te hirieron en tu pierna verdad?” Comenta el médico mientras revisa la placa y el expediente. “Sí, desde la mañana estoy aquí”, respondes un poco más despierta: “Bueno, hija, no sé por qué no te metieron a cirugía, pero hay que quitar esa cosa que tienes ahí. Mientras, ¡Cuéntame! ¿Qué pasó?”. Con más confianza le empiezas a contar lo sucedido con detalle:
“Desperté a las 6:00 am, pues no descansé nada la noche anterior por el carnaval celebrado a unas cuantas calles de casa. Tuve que salir a trabajar, ya era tarde y el pensar en estar parada unas ocho horas en la caja del supermercado, era peor para mí. Mi trabajo se encuentra a unos 10 minutos de casa. Me levanté, me bañé y me vestí con un uniforme que no me gusta, porque es un color triste que no combina con mi persona. Eran las 6:40 am ya, pretendí desayunar algo rápidamente, para no perder mi bono de puntualidad. Salí cinco minutos después y noté que el horario de verano no favorecía mucho, pues parece que aún es de noche. Caminé unas cuantas cuadras, hasta llegar a la avenida principal, donde esperé a que pasará un taxi, porque era lo más rápido para llegar a mí destino. ¿Sabe? En el fondo le agradezco a Dios que mi trabajo se encuentre muy cerca de donde vivo, pues hago las cuentas semanalmente del costo de los pasajes y el tiempo que tardaría en ir y venir.
En la avenida, sentí el tiempo pasar muy rápido, vi que la calle estaba sola, casi no había carros y mucho menos transporte público a esa hora. Volteé a la derecha y venía un taxi, un bocho viejo y medio destartalado, de esos que son piratas y son comunes en la colonia. Le hice la parada, lo abordé con prisa, porque sé que al gerente le caigo mal y estará preguntando por mí. Le indiqué que iba a la Comercial Mexicana que se encuentra frente a la Plaza. El conductor se metió entre calles, para hacer más rápido el traslado, según él.

Sin embargo, se fue por otro camino, por calles que conozco sólo en el día. El miedo empezó a apoderarse de mí. Me sentí mal al saber que se estaba yendo por la zona contraria, pero también por no decirle nada y por dejar que sucediera. ¿A dónde va? Me pregunté en silencio, mirando el reloj pues ya casi eran las 7:00 am. Él volteó, su semblante parecía otro, muy diferente que cuando le di los buenos días y lo abordé. Me pidió que me callara, que no me moviera. No reaccioné, en mi mente pensé que tal vez no regresaría a casa si hacía un  movimiento equivocado. Su mano empezó a tocarme la pierna, me jaló de la mano, del brazo y de la blusa, como queriendo despojarla. “¿Qué es lo que quiere?” Le grité. Pero en el forcejeo sólo pensé en huir de ahí, mientras observé que con una mano conducía y con la otra me  humillaba e intentaba someterme. ¿Qué se puede hacer en ese instante? No lo pensé más y abrí la puerta del carro. Me aventé al asfalto sin pensarlo, dejando mis cosas de valor en el asiento del carro. Al rodar y caer en el pavimento sentí lo poroso, lo duro y lo frío del mismo. Dejé un poco de sangre y piel en la calle. En ese momento no sentí dolor alguno, sólo las ganas de irme lejos y dejar atrás ese mal momento. Pero en medio de mi confusión y miedo, observé que el carro avanzó, metros después se detuvo. ¿Venía por mí? Sí. Me arrastré como un gusano, para salvar mi integridad, pero observé que eso no ayudó en mucho. Él se acercó. Lo vi decidido, con intención de herirme, aunque todavía no sabía de qué forma lo haría. Estaba a dos metros de distancia y sacó detrás de su pantalón un arma, me miró y me apuntó: uno, dos, tres, cuatro…”
Él escucha muy atento, es diferente al doctor de la mañana, quizás porque es más grande y con más experiencia, le calculas unos 60 años. Le avisan a tu familia que entrarás a quirófano, ellos  proporcionan el material que les habían pedido, pero el cirujano dice que no es necesario, pues el hospital tiene los recursos para poder realizar la operación, que si gustan donarlo con gusto lo recibirán.
Aún no lo crees, desde el principio le mintieron a tu familia, te mintieron, emitieron un prejuicio sobre tu persona y viste lo que jamás creíste ver en un día. La ciudad emana en sus calles violencia, desigualdad, corrupción y demás cosas que no quieres ni pensar, pero que no logras evadir porque lo viviste. Gracias a Dios la operación fue exitosa y rápida. Agradeces a las personas que no te miraron como la borracha que sólo iba a echar desmadre al carnaval o que venía drogada de quién sabe dónde. A los que te escucharon y mentaron madres por aquel cabrón que te quería violar y matar. Cosas como la que viviste ese domingo, no se las deseas a nadie.

domingo, 3 de junio de 2018

El que se caga pierde 2

Por @cumbiabich


"Siempre habrá deberes por descuidar, que por llegar primero al baño".

Anónimo


Ochenta años después, en otra rutina nueva que tuve donde trabajaba en un restaurante. 
Un lugar desos 'modernos' de diseño, menús y clientes exigentes. 

Pasaba el tiempo cocinando y atendiendo clientes y dejando esa necesidad básica para cuando estuviera en casa. 

Pero nunca supe si era por un nuevo control digestivo por estar en un lugar nuevo o si en realidad porque había caído en una etapa de estreñimiento o qué pedo. 
La verdad nunca la supe. 

Lo que sí me pasó fue que había olvidado por un tiempo aquel baño de los dioses que tanto tiempo anhelé y que aquí en abril les conté. 

Los sanguinarios de este lugar laboral hacía como que me gustaban pero en realidad eran ordinarios. Y de hecho cuando llegué en mis primeros días de trabajo me tocó que los habían estado renovando. 

Empecé a llevarme chido con el gerente porque al vato le gustaba el metal y le gustaba platicar de bandas y todo ese pedo ritxs. 

Pero bueno, ya saben también cómo son las adaptaciones de las masas. 

Y en mi primera semana no había ocurrido que necesitara de ellos, de los baños. Hasta que una vez empezaron a hacerme ojitos. 
Así de: veñ, veñ a mí. 

Esa vez recuerdo que una piña en conjunto con un nopal estaban haciendo un huracán en mi interior. 

Y pasaba por afuera de los sanitarios y nomás los veía de reojo pero la neta el movimiento del tobogán cada vez más y más hacía que se me antojara estar en su presencia.

Y caí. Caí y caí.
Después se asimiló el pedo, en la chinga, en depender ahí como mi segundo lugar de confianza. 

Y entonces llegaron las historias populares. La subgerente echaba madres cada que iba al baño. Eso era siempre después de cada corte de turno, donde sólo lo hacía yendo al baño de los vatos.

Y cada que salía la queja era porque los asientos siempre tenían residuos de orines. 

Pinches cabrones, tamaño agujerote y no le atinan. Muy vergudos los putos. Ay ajá. Pendejos. Siempre sus pinches miados escurriéndose.

El gerente, sin dejar la mano sobre la caja registradora de cobro pero mirando de reojo a la fémina molesta, negaba con su cabeza las formas de la morra. Y la dejó que terminara.

—Y tú siempre metiéndote al baño que no te corresponde. Deja de quejarte y métete al tuyo. ¿O qué es lo que hace interesante el de los hombres?

—Brincos dieras cabrón. Ya quisieras estar conmigo animal. Si entro al de ustedes es porque las tazas son más amplias y más cómodas. El puto cabrón que diseñó todo este pedo nos puso unos baños bien ojetes.

—¡A la verga! —grité yo. 

Y automáticamente yo y el gerente corrimos a ver y la subge se vino tras nosotros. 

Eran inauditos los baños de las mujeres, veíamos y no lo creíamos, bueno yo más, porque este wey se cagó y no dejaba de reírse. Cosa que a la subge emputó más.

Los retretes eran muy muy estrechos y sin tapas. Yo veía pero no entendía. La sentadera fija decaía de forma drástica hacia adentro. ¿Les suena familiar? Pues sí, porque daba la sensación de que te caerías hacia dentro como si te succionaran las nalgas. Ya nomás faltaba que te cogieran.

Luego un wey que acostumbraba presumir conocimientos interrumpió el silencio que empezaba a darse y dijo que eran así porque se trataba de un diseño de sanitarios militares. 
Y lo mandamos a la verga. 

—No, es que es neta. Estos son especiales para la guerra. Sólo para lo básico: llegas, cagas y te vas. Nada de andar tirando barra. Si aguantas aplastado dos minutos ahí es un chingo.

La espuma de la risa subía y el sudor tan impestivo como el instante donde la subgerente de arrebato toda cagada salió azotando la puerta. 

—Por eso no puede checar su face— dijo ahogado y enrojecido el gerente chorreándosele la saliva y haciendo cochiqueos de cerdo marrano puerco. —¡Su inbox!—jajajjajaj. 


Afortunadamente para la subgerente, a la semana siguiente la cambiaron de sucursal y a su jefe le hizo pedo por dichos estados de los baños.

El jefe salió igual de burlón que el gerente pero después entendió que la marca estaba corriendo riesgo de demandas con las clientas. 

Tiempo después dejé de trabajar ahí porque salió una propuesta de la nassa a un proyecto para ir a cazar extraterrestres al espacio. 

Pero no era cualquier caza de fantasía. La idea trataba de hacer unas pruebas con sanitarios móviles en sus naves pero antes de esto, bloquear los de las naves alienígenas y así con esto, atraer a lo seres hacia los nuestros. 


Decían que era una idea muy disparatada pero que los tiempos habían cambiado mucho y que entre más ridículos los planes de trabajo, los gobernantes quedarían más satisfechos aprobando mayores presupuestos a la agencia.

Pero como yo no pasé las pruebas pues no se hizo,

así que me metí de barrendero al ayuntamiento.

Pero esa ya es otra historia. 



viernes, 1 de junio de 2018

Cada quien su adicción

Por @lluviedad

El llamado del vacío, le dicen.
Yo lo siento en las palmas de las manos, me sudan apenas lo necesario para ponerse heladas, les da esa cosquilla ansiosa y dulce, a veces nauseabunda, que me late en el sexo cuando te tengo ganas, que se me aloja en la panza cuando veo un accidente, que me rasca la nuca cuando la culpa o la vergüenza se ponen mi nombre.
A veces visito las orillas de las azoteas para excitar el miedo, el vértigo, la semilla de mi muerte, la nada. Sudo un rato y pienso en lo que sea, canto, repaso la lista del mandado, recuerdo mi niñez o lo que quiero ser, lo que ya no fui, contemplo lo igual que seguirá todo cuando haya vuelto al Vacío.
Espero que la cosquilla magnética me enfríe las plantas de los pies, a veces sonrío cuando me convence la desesperanza que siempre vuelve, y sigo viviendo. Mientras. Voy a casa, te abrazo, te quiero, reímos, comemos, nos tocamos apenas o poquito o mucho o completos por dentro y por fuera, y seguimos viviendo mientras.
A veces busco la cosquillita parándome en un puente a ver los carros desde arriba. Hay muchos que asemejan ataúdes, algunos coloridos de más, otros vanguardistas si es que tal concepto existe en ese contexto, y otros más descuidados, descarapelados, como féretros que nadie quiso y se amarillaron rechazados. Pero no me oscurece la imagen de filas de ataúdes transportándose incesantes, esos qué.
Me llena de nada el desfile de personas, de vidas completas con sus pasados, con sus futuros y sus urgencias actuales. Las imagino, me pongo en su lugar, voy en camino a pagar la renta, otra vez; voy a la clínica, a prolongar qué; voy a comer, otra vez; voy a la playa, a mirar de frente ese juego de espejos, cielo, mar, abismos azules profundos pletóricos de ángeles y otras criaturas de horror; voy a enamorarme, otra vez; voy a desenamorarme, otra vez; voy a matar a alguien, al cine, a la escuela, al gimnasio, de vacaciones, a entregar el carro, a una junta. A hacer cualquier escala que me toque hoy de camino a donde todos vamos.
Voy con cualquier asunto importante que también va derechito a desaparecer, a no haber significado nada, voy, va cada uno con su propio ritmo pero a la misma nada. Me lleno de sus nadas y me vibran y voy a casa con mi oscuridad satisfecha y dormida.
Pero a veces me llama fuerte esa cosquilla desde casa, me palpita de las manos hasta los codos; en las plantas de los pies; desde el sexo hasta la nuca, atravesando la panza. Y no busco alturas para desahogarme, voy a ti, con ansias, con un nuevo insulto para ti. Con un empujarte un poquito más allá a esa oscuridad en la que te permites vivir conmigo y desde la que me ves con esos ojos de víctima cada vez más hundidos, sepultados.
Minutos, horas o días después te sobo. Te ungüento o te beso, te construyo un pedestal altísimo que te debe dar las mismas cosquillas adictivas del abismo porque por algo seguimos aquí.

Sueño ligero