sábado, 19 de mayo de 2018

Gaijin

Por @engentada
Los japoneses no hablan mucho.
Supongo deben sentirse intimidados al ver a alguien con rasgos de otra nacionalidad, una que no saben reconocer del todo bien. Quizá sea su timidez generalizada. Quizá sea el hecho de que, siendo bien sabido, ya que cualquier japonés te lo dice casi de inmediato una vez que los conoces, su nivel general de inglés es malo. Han aprendido, supongo a la mala, que no todos los que visitan su país hablan su idioma. Un idioma que no se habla fuera de sus fronteras. Un idioma que, da la casualidad, he estudiado antes.
Debido a esto, mi vida en Tokyo fue solitaria, en su mayoría.
A excepción de las valientes almas extranjeras que, como yo, andaban solos, carentes de interacción dada la barrera idiomática imaginaria que la población en general te impone.
-¿Cuál sería el país de origen de la clienta? – Me preguntó en un japonés formalísimo la cajera de una conocida cadena japonesa de tiendas de autoservicio.
Envuelta en mi rutina usual, la cual normalmente no involucraba más interacción verbal que el intercambio de números y formalidades del intercambio de bienes comerciales, no entendí del todo bien la pregunta, y además, tampoco había reparado en la rubia que me recibió en el mostrador.
-Ah, ¡soy mexicana! – respondí, con japonés formal, tras tres instantes de deliberación.
-Creía que eras italiana… - Musitó la cajera, cuyo gafete rezaba “Isabella”.
Elaboró un poco más al ver mi cara de confusión, con la pregunta implícita.
-Los italianos, los españoles y los mexicanos nos parecemos mucho, ¿no crees?
-¿Eres de España?
-Italiana.
-Mucho gusto. – Finalicé. Tras una sonrisa, salí de la tienda.
--------------
Kabukicho es, de acuerdo a mi jefe, “un barrio que nunca duerme”. De acuerdo a mis profesoras es “un lugar peligroso, nunca deben ir ahí”, frase ante la cual no podía evitar suspirar, con un tanto de desparpajo. Un lugar peligroso, para la única otra persona que venía de México en la escuela. Seguro.
Camino por lugares más peligrosos en México, diariamente.
Kabukicho es un barrio enclavado justamente entre Shinjuku, uno de los distritos más famosos de Tokyo, y Shin-Ookubo, el barrio Koreano. Está lleno de bares que permanecen abiertos las 24 horas, en particular bares cuyo atractivo principal es la gente que te recibe, te atiende y te hace pasar un buen rato: los “hosts” o “hostess”. Dado el extraño rubro de tal mundillo, es fácil entender perfectamente la profesión real de muchos de ellos al mirar los love hotel y moteles contiguos. Ir caminando por cualquiera de las calles de Kabukicho es en sí una función de galantería sin igual. Hombres que probablemente en la vida real jamás me hubiesen hablado se me acercaban haciendo caravanas y reverencias, invitándome a su bar.
-¿Te acompaño, señorita?
-¿Quieres que te recomiende un lugar bonito?
-¿Looking for a fun night? – Llegaba la pregunta en inglés con evidente acento Jamaiquino, de tanto en tanto, mientras un hombre de raza negra de casi dos metros se acercaba con un talante mucho menos suave que los otros diez japoneses buscando clienta.
-No, thank you, I’m a minor. – Mentí, y me alejé.
-Is it ‘cause I’m black?! – Alcancé a escuchar una vez que me alejé. Seguí mi camino tratando de no doblarme de risa en el acto.
Teniendo una amiga adicta a los videojuegos de música, y estando en una zona en donde abundan los game centers, Kabukicho era una zona de paso común para las dos.
Harta del ambiente estridente de uno de tantos de esos centros de la zona, salí por un rato a buscar una tienda de conveniencia para comprar tabaco.
Frente a las tiendas de conveniencia hay, comúnmente, una zona de fumar. Es fastidioso necesitar buscar una zona como ésa cada vez que se le antoja a uno envenenarse un poco, así que uno aprende a aprovechar.
Las personas que calles atrás morían por invitarme a su bar, esta vez, estaban reunidas en torno al cenicero sin prestarme la menor atención. Así de contrastante es Tokyo. Tres minutos después de haber posado el cigarro en mi boca, seguía removiendo en el interior de mi bolso ante la luz de tungsteno que salía de la tienda de conveniencia en busca de mi encendedor, el cual había decidido no aparecer.
Una mano extranjera se aproximó a ayudarme a encender el vicio, y agradecí con un gesto de la mano. El interlocutor buscó mi rostro con  la mirada, curioso.
-¿Eres japonesa? – Inquirió, en inglés. Evidentemente era turista.
-Nop. – Respondí, con un poco de recelo.
-¿Americana?
-Soy mexicana. – Informé, finalmente.
-¡He ido a Cancún! – Me dijo, con alegría. Era rubio, de cabello rizado y muy alto, para mis estándares.
-¿Eres americano?
-Soy francés. ¿Vas a ir a alguna fiesta?
Era sábado. Lo miré con atención. Si no supiera que era turista, hubiese esperado que junto a él hubiese una bicicleta.
-No, probablemente de aquí me regrese a mi casa.
-¡Qué lástima! Regreso en el vuelo de media noche y estoy quemando un poco el tiempo antes de volver.
-Ojalá encuentres una pronto.
El chico tomó su bicicleta imaginaria y se marchó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sueño ligero